Una ceremonia sacra que devino en celebración, por Hugo Beccacece sobre ZonaZero

Una ceremonia sacra que devino en celebración

Por Hugo Beccacece, Suplemento Ideas, Diario La Nación, 28/05/2017

Todo empezó en una tintorería de La Boca hace muchos años. El domingo pasado, la Fundación Proa desbordaba de público que quería ver la performance Zona Cero, del coreógrafo argentino japonés Magy Ganiko, inspirada en la muestra de Yves Klein. Muchos no pudieron tener acceso a la sala donde se desarrolló la actuación. Ganiko creció en La Boca y sus padres, llegados de Okinawa a la Argentina en 1954, abrieron una tintorería que todavía existe a la vuelta de Proa. Magy se interesó por la danza desde chico, pero quedó muy impresionado cuando vio bailar a Kazuo Ohno, el creador de la danza butoh y se fue a Japón a estudiar con él. Comenzó así una formación y una carrera internacional que lo llevaron a quedarse siete años en la tierra de sus ancestros.

La performance de Proa se inició en la vereda. Desde la calle, el público podía ver a Ganiko a través de la fachada de vidrio, sentado en uno de los peldaños de la escalera que sube al primer piso, y escucharlo por medio de un amplificador. El performer leyó un extracto de Stalker (La Zona), el film de Andrei Tarkovsky, un fragmento de Kenzaburo Oé y un texto del propio Ganiko. Después, seis bailarines-actores bajaron envueltos en una vestimenta parecida a la de los yudocas, y salieron a la vereda, donde dieron comienzo a sus evoluciones. Luego volvieron a entrar y el público los siguió a la primera sala de la muestra de Klein, donde el sexteto se acostó boca abajo sobre el piso mientras los espectadores circulaban al lado de ellos para pasar a la segunda sala, donde se desarrollaría la parte central de la experiencia. De pronto, Ganiko detuvo el flujo de los asistentes con una severa cita de Tarkovski: “Éste no es un lugar para paseos. La zona exige que la respeten, de lo contrario castiga. En la zona, el camino más corto puede ser el más peligroso?”.

El centro de “la zona” estaba ocupado por un amplio rectángulo de polvo de color azul Klein. Alrededor de él, los oficiantes bailaron una danza de inspiración butoh. Al principio, no fue fácil penetrar en el clima entre dramático y sagrado del baile, pero poco a poco la belleza, el dramatismo de las imágenes y la alternancia de música oriental y silencio cambiaron la actitud de la concurrencia, quebrada ¡ay! por los balbuceos de dos niñas de ¿dos años?, a upa de padres que aspiraban a cultivar precozmente a sus retoños para tortura del resto del público.

Uno de los bailarines, León Apolinario, bailó un hermoso solo que alcanzó su pico de imprevista tensión cuando se acercó a una de las sonoras niñas y fijó sus ojos negros en ella con una intensidad hipnótica, pero no amenazante. La niña se llamó a silencio. No lloró, pero cuando no pudo sostener más ese taladro óptico, dijo en un susurro: “Mamá” y calló.

Por último, los seis bailarines se sentaron alrededor del estanque azul Klein, en postura de flor de loto. Uno de ellos, Guillermo Calipo, de pronto, cantó con una voz bellísima una improvisación basada en “Lacrymosa” de Dmitri Yanov-Yanovsky. Después todos pronunciaron “om”, el célebre mantra, y quedaron en sus lugares en un profundo silencio que contagió a toda la sala. El silencio detuvo el tiempo, lo fijó en una calma excepcional. Nadie se movió de su sitio. Los bailarines, con lentitud, se fueron elevando, casi como si se desplegaran. Seis muchachas habían prendido en las espaldas de sus chaquetas sendos hilos que sostenían globos azul Klein. De modo sorpresivo, se oyó como un intruso Danubio azul, el vals de Strauss. Los bailarines orientales se convirtieron en vieneses y sacaron a bailar a mujeres del público. Con la música de Strauss, todos salieron a la vereda y lo que había sido casi una ceremonia sacra devino en una celebración occidental.

Del conjunto que realizó la actuación, integrado, además de los mencionados, por Lucas Maíz, Joseph Velasquez, Hugo Falcón y Guillermo Zamboni, el único integrante con formación de bailarín profesional es Apolinario; Calipo, por su parte, es un cantante de ópera que ha actuado en los ciclos de Juventus Lyrica y jamás había bailado. Maíz se formó y trabaja como mimo desde hace quince años; Giorgio Zamboni es un joven teatrista romano, que tampoco se dedica a la danza. “Magy me entrenó durante tres meses para que hiciera lo que hice”, comentó Calipo.

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/2027173-una-ceremonia-sacra-que-devino-en-celebracion